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¿Por qué pierde elecciones la izquierda?

  • Foto del escritor: fernandezmdi
    fernandezmdi
  • 21 ago
  • 3 Min. de lectura
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Falta de conexión con los votantes, pésima comunicación de la narrativa, divisiones internas y malos manejos de la economía: la izquierda y el progresismo en Latinoamérica enfrenta tiempos difíciles.


Bolivia es el más reciente ejemplo electoral donde dos candidatos de derecha se verán las caras en la segunda vuelta dando fin a 20 años de gobiernos de izquierda. Para los partidarios de izquierda o del progresismo, las recientes derrotas suelen generar sorpresa y frustración, argumentando que las derrotas provienen de intensas campañas de desinformación, la radicalización por parte de la derecha y la indiferencia de los sectores medios y bajos.


¿Cómo es posible que en sociedades marcadas por la desigualdad y la precariedad no se impongan las propuestas progresistas que prometen mayor justicia social? La respuesta no es simple, pero sí apunta a un conjunto de factores que se repiten en distintos países y momentos históricos.


Uno de los grandes problemas del progresismo es su incapacidad para hablar en el lenguaje de quienes dice representar. Mientras en los círculos académicos o urbanos se discuten causas legítimas como la agenda de género, el ambientalismo o los derechos de minorías, en calles, barrios y colonias lo que pesa es el empleo, la seguridad y la sobrevivencia diaria. Mientras la izquierda romantiza las causas y los programas, la derecha capitaliza el descontento con mensajes directos y simplificados que llegan a los oídos del votante promedio.


Desafortunadamente para los proyectos de izquierda, el principal enemigo se encuetra en casa. Las divisiones entre corrientes socialdemócratas, populistas o radicales terminan debilitando la fuerza de sus movimientos. La disputa de liderazgos, las diferencias estratégicas y la falta de cohesión envían al electorado una señal de desorden. Bolivia es el claro ejemplo de como la lucha por el poder entre Evo Morales y Luis Arce terminó por ceder la presidencia a una derecha sólida y para algunos sorpresiva, aunque de tiempo atrás se vino advirtiendo su inevitable ascenso.


En política, las emociones pesan más que los datos. Mientras los sectores conservadores apelan a valores como el orden, la familia o la nación, la izquierda se enreda en discursos técnicos y moralizantes. El votante busca mensajes claros y soluciones concretas, no clases de teoría política. La mercadotecnia política topa con la realidad económica. Cuando el progresismo no logra traducir sus ideales en narrativas inspiradoras, se vuelve vulnerable frente a la contundente simplicidad de la derecha.


Es por lo anteiror que la economía sigue siendo el terreno donde más fácilmente se castiga a un gobierno. Los progresistas suelen llegar al poder con promesas de bienestar, pero cuando la inflación golpea, el desempleo crece o el salario no alcanza, la paciencia ciudadana se agota rápido. Los proyectos de izquierda y sus actores son juzgados con mayor dureza porque prometen mucho: si no cumplen, la decepción se convierte en voto de castigo.


En muchos países de Latinoamérica, la derecha se ha apropiado de la defensa de valores tradicionales: la religión, la patria, la familia, pero sobre todo la economía. Su éxtio radica en hacer ver a la izquierda como una amenaza a esas costumbres, aunque en realidad promueva libertades y derechos. Esa percepción moviliza a los sectores conservadores de las clases populares, generando un rechazo contra lo que se percibe como un retroceso en su calidad de vida.


Aun cuando muchas personas simpatizan con las causas progresistas, al momento de votar prima el temor a perder lo poco que ya tienen. La redistribución, las reformas fiscales o los cambios estructurales generan resistencia porque implican incertidumbre. La derecha, con su discurso de “más dinero en tu bolsillo”, logra convertir ese miedo en apoyo electoral.


Por útlimo, cuando la izquierda incurre en prácticas de corrupción el golpe es doble: no solo pierde credibilidad, también alimenta la narrativa de sus adversarios de que “todos son iguales”. Mientras que la izquierda vende esperanza y la derecha certidumbre, cuando los gobiernos de izquierda se ven envueltos en actos de corrupción el electorado tiende a ser más crítico en contra de ellos: pasamos de la esperanza a la desesperanza y la indignación.


En conclusión, la izquierda pierde elecciones no porque sus ideales carezcan de atractivo, sino porque falla en transformar esos ideales en confianza con el electorado. El reto no está solo en tener razón y ganar la batalla moral, sino en lograr persuadir, emocionar y demostrar eficacia.


El progresismo necesita volver a hablarle al corazón y al bolsillo de la gente, dejar de lado la soberbia intelectual, aprender a gobernar con resultados, castigar actos de corrupción en su interior y, sobre todo, construir unidad en la diversidad. Solo así podrá revertir la paradoja de ser el movimiento que se dice mayoritario, pero que con frecuencia queda en minoría en las urnas.


 
 
 

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